miércoles, 29 de febrero de 2012

TANTOS AÑOS SIN LA LUPE...


TANTOS AÑOS SIN LA LUPE...



Muy acorde con el personaje que envolvía a la persona, recordar incluso la muerte de La Lupe es un tema espinoso, ya que debería hacerse únicamente los años bisiestos. Un admirador diría, ramo de flores en mano y camino del cementerio Saint Raymond del Bronx, donde ahora reside, que solo a Lupe Yolí Raymond se le podía ocurrir la imprecisión de morir un 29 de febrero, esa eventualidad calzada a martillazos en el calendario cuando se dieron cuenta de que los años tenían seis horas de más y había que agruparlas y ponerlas en algún sitio para que no se descuadrase el tinglado. El resultado, por si fuera poco, parece ser una capa más para el mito formado por las huestes frenéticas que, aún sin entenderla completamente, la siguen idolatrando hasta la locura: ella era tan distinta, que hasta tenía que morir un día extraño y en la calle que una década después llevaría su nombre.

Recuerdo vivamente cómo me sentí cuando recibí la noticia de su muerte. No lloré -como sí lloré cuando murió Celia Cruz, 11 años después-, pero fue un mazazo de proporciones considerables. Primero, porque no me lo esperaba -la mujer no llegaba todavía a los 60-; después, porque comprendí con pesadumbre que ya no llegaría a verla actuar en vivo -ni siquiera en esas iglesias donde cantaba a viva voz, o en alguna acera de Nueva York con sus cassettes de cánticos evangélicos que ahora me niego rotundamente a escuchar.

Me di cuenta ese día de que la vida puede ser una charada, una cadena de situaciones absurdas que te llevan a la fama súbita, a llenar cosos como el Madison Square Garden o el Carnegie Hall, a publicar tres discos por año en los años 60 e ir atiborrada de abrigos de piel a las oficinas de Tico Records para reclamar tu chequecito cotidiano de 40 mil dólares por las regalías, y 10 años más tarde ser denostada por la casa disquera dueña de tu contrato -que solo quería tener a una reina de la música, y esa reina era Celia-, sentirte apartada del circuito musical, recibir apenas unos pocos dólares por los derechos de tus grabaciones, ver cómo se te quema la casa que tenías en New Jersey -la misma que perteneció a Rodolfo Valentino-, caerte y quedar confinada por muchos años a una silla de ruedas y vivir hasta la muerte en la práctica indigencia, pasando los días y las noches en un apartamentito del gobierno en el 575 East de la calle 140 del Bronx. Fue morir La Lupey enterarme de la dura vida que le tocó vivir en los años 80. Uno, que se la imaginaba plácida y disfrutando de esa bien merecida fama.

Pero también... ¿cómo no va a ser la vida una charada inmensa si te la tomas con una intensidad mayor a los usos regulares? A La Lupe se le recuerda -y uno cae con frecuencia en esta práctica- por los carajazos que le daba al pianista cuando actuaba en el bar La Red de La Habana... o por los carajazos que le daban sus maridos. O por los zapatos que descalzaba con gesto pueril mientras actuaba en la televisión. O porque aplaudía con las manos en la espalda, o por los gestos que hacía en mitad del canto o los vestidos que iba desmembrando mientras afrontaba el montuno. O por la tela que se ponía para combatir el sudor en mitad de la presentación y que le hacía parecer un caramelo. O por la forma como despilfarró todo el dinero que ganó con su arte.

Era de otro mundo.

La Lupe terminó siendo un show de sí misma. Un espectáculo y una risa por su locura, o por los comentarios fuera de tono cuando la entrevistaban. Incluso Fidel Castro decidió que sus actuaciones no eran acordes con la nueva Cuba que él quería implantar y por eso le dijo, en 1962, que mejor se marchaba de la isla. Se le recuerda y conoce en España porque cierra con Puro Teatro una de las películas de Almodóvar. Pero poca gente sabe que grabó un disco en Madrid en 1971, en cuya portada sale la Plaza de Oriente. Mira tú. Si uno aparta toda esa paja y se queda con lo importante, llega a la conclusión de que fue un genio incomprendido, de que la mejor versión de Fever es la suya -sorry, Madonna y Peggy Lee, pero es así-, de que Celia no podía afrontar un bolero como ella, pero ella sí podía afrontar una guaracha como Celia, de que su registro era tan amplio como sus pretensiones de cantar con alma, de poner a vibrar su voz y su ser cada vez que se lanzaba al escenario. De que entra en esa categoría especial donde solo acceden Billie Holiday, Elis Regina, Judy Garland o Édith Piaf.

Menos mal que en algunos sectores su canto y sus modos llegaron diáfanos y directos. No murió en el olvido porque algunas personas se encargaron de recordarla, además de haber sido escuela para muchos drag queens -almas en pena, como ella, por querer ser diferentes.

Y por eso no hay día que no suene alguna de sus canciones.




Adición de las seis y pico de la tarde (+1 GMT):

Mucho blablá de La Lupe, pero nada que dije cuáles eran mis canciones preferidas.

Aquí les lanzo una pequeña selección, my way of course: Fever (la versión de 1968), Qué te pedí, Te voy a contar mi vida (pa' que después no te quejes), La mala de la película, qué bueno boogaloo (groovy men), Y la virgen lloraba, Oriente (temazo como pocos), Cualquiera, Besito pa' ti (las dos versiones, del 63 y 77, son estupendas), La salve plena (uno de mis favoritos), El pajarillo (y que viva Venezuela, ahí namá!), Once We Loved (se acabó in english means it's over, baby!), Guajiro de Cunaguá, Menú de chivo (no puedo evitar sonreír cuando la escucho), Puro teatro, La tirana, y Carcajada final (a mi parecer, su mejor bolero).

 Juan Ignacio Cortiñas
Periodista, pinchadiscos, escribidor y bloguero
Caraqueño
Akángana, Salsa Seria
Colaborador Salsa Global
Amsterdam / Madrid

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TANTOS AÑOS SIN LA LUPE

LOS RICOS TAMBIEN BAILARON MAMBO



Fernando España
Periodista, escriviviente y bloguero
Miembro Salsa Global
Bogotá, Colombia

El hombre no puede ser feliz
porque sabe que va a morir.
Albert Camus en Calígula.

Aunque la fama del Palladium Ballroom de Nueva York como el salón de baile más importante en la historia de la música latina es incuestionable, otro establecimiento privado fue epicentro también desde 1931 de la movida bailable en Manhattan, un año después que Don Azpiazú con su Orquesta Habana Casino grabará El Manísero para la RCA Víctor, dando comienzo a la fiebre mundial por la rhumba cubana.

Cuenta la leyenda que era un club glamoroso, de terciopelo y satín, a cuyo interior sólo ingresaba la realeza del planeta, los millonarios del jet set, las estrellas de Hollywood, los gobernantes de la Tierra y losplayboy del continente, los Latin Lovers,como Porfirio Robirosa, aquel dominicano consentido de Rafael Leonidas Trujillo, o como Julio Mario Santo Domingo Pumarejo, el adorado hijo de Mario y Beatriz, la pareja en Barranquilla que amasó una fortuna galáctica importando arroz de Siam, representando a los chicles Whigley y dominando con propiedad a las cervecerías Barranquilla y Bolívar, envasadoras de la Cerveza Águila, y que paulatina se hizo al control de Avianca, la empresa de aviación que surcaba el cielo colombiano uniendo algunos aeropuertos en el mapa occidental del globo terráqueo.

Fue el Morocco fundado, por el italiano John Perona y el piloto argentino Martín de Alzaga Unzué en la misma calle que Trueba retomaría en 2000 para titular su filme al jazz latino, en plena regencia de la Ley Seca que desde 1919 prohibía la venta y consumo de bebidas alcohólicas en la Unión Americana, periodo breve durante el cual operó como bar ilegal hasta aquel día de 1933 cuando fue derogada esa norma, siendo trasladado a un edificio vecino de cuatro pisos en el centro de la cuadra que limitan las avenidas Lexington y Tercera, donde ahora se erige el Citi Group.

Al trastearlo y legalizarlo, los socios contrataron al diseñador de interiores Vernon MacFarlane para que tapizara las sillas y sofás con las pieles de cebras cazadas en los safaris por el África emprendidos por el extrovertido corredor de autos, poseedor de un copioso directorio de contactos en el alto mundillo europeo americano, útil para la apertura del club pues en sus páginas seleccionaría a los amigos, prestigiosos y célebres que darían carácter al excelso establecimiento nocturno. Un night club que desde su inauguración, y hasta comienzos de los sesenta, fue el local más exclusivo de la Gran Manzana, adonde sólo podían aventurarse aquellos que con certeza se sabían famosos, millonarios, poderosos, influyentes, sexapilosos o deseados.Fue tan soberbia su rigurosa existencia, discriminatoria y segregacionista, que a Humphrey Bogart, el actor de Casablanca, el filme ganador en 1943 de no sé cuantos premios Óscar, incluyendo a mejor película, le cancelaron el ingreso por encontrar su conducta tachable.

La prohibición del acceso de Bogart es una de las muchas miles de anécdotas que pusieron en la historia del entretenimiento al arrogante cabaré, donde Alzaga Unzué arrojaba mantequilla a los senos de una mujer dibujada en el techo que daba a la pista, observado por los ojos de tantas personalidades que eran objetivo igualmente del lente del fotógrafo Jerome Zerbe, reconocido por retratar a las celebridades que departían en un “lugar para ser visto” luego de frecuentar los shows de Broadway, instantáneas que al otro día eran noticia en las páginas sociales de la prensa neoyorquina. La estrategia publicitaria de los socios funcionó a las mil maravillas hasta 1938, cuando el paparazzi se retiró para enrolarse como miembro de la Marina estadounidense involucrada en la Segunda Guerra Mundial. Zerbe, un año atrás había publicado The Morocco Family Álbum, un libro de sala sobre el festejo de las estrellas en el legendario centro nocturno.

El sofisticado Morocco, cuenta la leyenda, sería el salón de baile donde se escuchó el mayor número de veces al pregón de Moisés Simons en la versión por la Big band que originó el auge mundial de larhumba cubana. En aquella orquesta dirigida por Don Azpiazu fue donde descolló para el mundo el canto sonero de Antonio Machín, luciendo impecable sus zapatos de dos tonos mientras era acompañado por las voces blancas de Bob Burke y Chick Bullock, contactados para posicionar entre las audiencias angloparlantes a la rumba hispanoparlante pero cantada en inglés, plaza que sería heredada por la agrupación de Antobal una vez que su hermano Don viaja a Europa junto a Machín, a su vez reemplazado por Chiquitico Socarrás, quien alternaba el micrófono con Marion Sunshine, la actriz “americana” de cine y vodevil, esposa de Antobal, quién terminaría escribiendo y cobrando regalías por la letra anglo de "el manuisero".Una obra bailable cuyo eco se asentaría en los salones de clubes aristócratas como el Country Club de Barranquilla y hoteles refinados como El Prado de la misma ciudad, donde retumbaba desde los treinta reproducido por agrupaciones como la Orquesta Sosa.

Casi un lustro luego de su inauguración, para 1935, año cuando debuta en el Morocco la perfumada orquesta de Noro Morales, conformada por seis hermanos Morales, y en la que tocaron también Machito, Bauzá y los Titos, el exclusivo local caracterizado así mismo por las rayas negras cebraícas dibujadas sobre el fondo azul de las paredes, era en simultánea un connotado salón para bailar swing ejecutado por las grandes orquestas blancas de moda como las dirigidas por Paul Whiteman, Rudy Vallee o el "mulato"Tito Puente, quién convertido en protagonista de la música americana grabaría en 1956 el álbum Cha Cha Cha At El Morocco, cuando Santo Domingo ya era uno de los galantes galanes de aquellas jornadas bailables, cuando el mambo comenzaba a ceder parcialmente su monarquía al chachachá creado por Enrique Jorrín hacia 1953, ritmo que también fuera acometido por Xavier Cugat, quién por temporadas jugó de local en la vanidosa otrora casa de los ritmos cubanos y caribeños en Nueva York.

Cuando Santo Domingo se entera a plenitud de la existencia del afamando Morocco era alumno del Gimnasio Moderno de Bogotá, adonde su papá lo había matriculado para que lograra una formación académica que le posibilitará ser presidente de un país, cargo que si alcanzaron algunos de sus ex-compañeros, quienes una vez en el ejecutivo, y heredado el legado corporativo de don Mario, potencializaron las habilidades personales, relaciones públicas e influencia económica de un adulto que supo poner al estado sudamericano y la nación colombiana a sus pies, una sociedad que a partir de los sesenta lo vería transformarse en el hombre más rico, rango que luego le disputarían dos millonarios más, Carlos Ardila Lulle y Luis Carlos Sarmiento Angulo, de una sociedad que padece ¡no se compadece! uno de los índices de pobreza más altos del planeta. En realidad, Colombia más que es una democracia es una república plutócrata.

Por los años de inauguración del Morocco, Colombia, y en especial su capital, se beneficiaba de las reformas laborales suscritas entre 1930 a 1934 por el presidente Olaya Herrera, que ordenaban la implementación de la jornada de ocho horas de trabajo así como los descansos sabatino y dominical que posibilitaron la apertura de establecimientos nocturnos para el baile y la música en vivo conllevando al surgimiento de los denominados “viernes culturales” y la institucionalización de los “fines de semana”,actividades de ocio, recreación y entretenimiento reservadas hasta entonces a los socios nacionales y extranjeros de clubes y hoteles, como el Granada, donde el charlestón, el foxtrot, el swing, el bolero, la conga, la “rhumba cubana”, el merengue, el mambo y el chachachá eran los ritmos que dominaban la escena hasta el día aquel del arribo a la andina ciudad del porro, la cumbia y la gaita de la caribeña costa atlántica, ejecutados en armonías de jazz por bandas grandes como la dirigida por Lucho Bermúdez, quien debutaría en el Metropolitan Night Club con su Orquesta del Caribe importada desde Cartagena de Indias en 1939, meses después de cumplir Alfonso López Pumarejo, el tío primo de SantoDomingo, su primer periodo como presidente de la república.

Al enviarlo a la fría capital, y posteriormente a los Estados Unidos, don Mario no sólo buscaba que su hijo se “enrolara”  en asuntos de estado, economía y relaciones públicas sino alejarlo de “las influencias perniciosas de esos amigos juveniles que se pasaban la vida entera hablando de libros, escribiendo, jugando dominó y bebiendo ron en cantidades alarmantes”, según el propio Julio Mario, o “hablando mierda, y mamándole gallo a todo el mundo, y nada de Faulkner, ni Joyce, ni Hemingway, nada de Bach, Mozart o Beethoven, esos son inventos de la intelectualidad cachaca con su prosopopeya, allí lo que sonaba era la rumba, el son cubano, el chachachá, el ritmo tropical, Celia Cruz, el Inquieto Anacobero Daniel Santos…”,si se atiene uno a las memorias de Félix Fuenmayor, uno de los fundadores en 1954 de aquel grupo cultural que la literatura denominaría Barranquilla, reunido inicialmente en la tienda El Vaivén, ocasionalmente visitada por un novel García Márquez y por ese joven millonario con aspiraciones literarias, quién en más de una ocasión fue sorprendido por su papá, quien irónico desde su jeep les gritaba a todos para que escuchara con preferencia su hijo:

¡Hey muchachos, no trabajen tanto, no trabajen tanto!

Luego diría el bailador de mambo del Morocco: "Con su decisión, lo único que consiguió mi padre fue salvarme de la gloria literaria”.

SantoDomingo terminaría sus estudios de bachillerato en la Phillips Academy de Andover, uno de los colegios prestigiosos de los Estados Unidos, donde fue compañero del presidente George Bush Senior -graduado en 1942- y de Jack Lemmon -en 1943-, de donde egresaría para inscribirse consecutivo en las universidades de Virginia, Pensilvania y Georgetown, sin culminar estudios en ninguna, en parte por trasladarse los fines de semana a Nueva York a rumbear al local de Perona y el piloto argentino, en parte por meter viejas al cuarto”, actos consecuentes con aquellas declaraciones de conocidos que manifiestan que hasta los 40 años fue un apuesto hombre indisciplinado, cosmopolita y mujeriego, para quién asistir a la fábrica, leer documentos empresariales, lograr contratos, supervisar cifras, gerenciar el recurso humano, revisar inventarios y vender la producción, era asunto de don Mario y en absoluto nada suyo.

Aunque ciudadano con doble nacionalidad, colombo estadounidense, había nacido en 1924 en Panamá, país donde los yanquis mantenían en la Zona del Canal un moderno hospital soportado por los métodos científicos médicos más avanzados hasta entonces, concurrido por las familias barranquilleras y costeñas más poderosas, incluso para gestar. En el istmo, los ricos de La Arenosa asimilaron el jazz importándolo con las bandas panameñas que amenizaban los bailes de sus clubes con acceso restringido y que tanto influyeron en la formación melómana de los músicos criollos establecidos en Barranquilla y Cartagena, ciudades localizadas en un territorio nacional más caribeño que sudamericano, exponente de una idiosincrasia con rasgos semejantes a las costumbres espontáneas y desparpajadas de aquellos que con alegría generaron la música cubana del Morocco, donde SantoDomingo  derrochaba con naturalidad sus encantos antillanos, cuando aún se rumoraba que la reina María de Inglaterra, esposa de Jorge V, había solicitado a la orquesta real que incluyera la “rhumba” cubana en las fiestas y bailes del Palacio de Buckingham.

En ese ámbito privilegiado se hizo sibarita un joven Julio Mario, pleno en el disfrute de unas preferencias que sólo una clase social como la que lo formó pudo proveerle y qué, una vez establecido en Norteamérica, explotó con suficiencia y poliglotía, generando una afectuosa amistad con otro afortunado muchacho que conoció en Washington cuando estudiaba en la Universidad de Georgetown, y quién como él adoraba la música de fuentes auténticas, nadie más y nadie menos que Ahmet Ertegün, a la postre uno de los protagonistas de la industria independiente del disco en el siglo XX, fundador en 1947 de la compañía Atlantic Records, quién siendo aún estudiante desafió el dominio de las grandes casas discográficas con el descubrimiento de nuevos y novedosos talentos como Big Joe Turner, Ray Charles, Crosby, Stills & Nash, Aretha Franklin, John Coltrane, el Modern Jazz Quartet, Phil Collins, Eric Clapton o Led Zeppelin. En 1971, los aclamados Rolling Stones se unieron a su marca, y hasta Ray Barreto, Willie Rosario y la Fania All Stars estuvieron temporalmente bajo su amparo empresarial. Fue tanta la influencia del turco sobre el comercio sonoro que en 1987 fue honrado con su ingreso al Salón de la Fama del Rock.

SantoDomingo y Ertegün, quién además era músico, eran tan amigos tanto como fueron asiduos visitantes de los clubes de jazz de Harlem, del superior Morocco y, también, testigos del sin igual Palladium, siempre acompañados de las más bellas y atractivas mujeres. A este último, donde Machito y los Titos ejercían su reinado compartido, asistieron desde cuando sus socios irlandeses, y su gerente Federico Pagani, decidieron en 1948 institucionalizar los bailes latinos con las orquestas de Puente y Rodríguez, cuando el mambo, al tenor de García Márquez, “daba un golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos”. Era tal el indiscreto encanto que irradiaba el par, que la primera vez que Soraya, la esposa del Sha de Persia, estuvo en Nueva York, en calidad de princesa de Irán, fue invitada por el dúo al Palladium, “a ese ambiente” -que en palabras de Marlon Brando- “era fabuloso". "Un lugar qué", para un cuarto testigo de aquella cita, "era infame", pero que para el conguero Armando Peraza era democrático “pese a la segregación racial que se vivía en los Estados Unidos, donde todas las limitaciones desaparecían debido al mambo”.

El mambo fue aquella expresión, que aún se toca y se baila y que inspiró en 1951 a García Márquez a decir que "el mambo había puesto el mundo patas arriba", por los mismos días que los obispos de América Latina excomulgaban a coro a todos aquellos que osaran bailar el endiablado ritmo mientras, cruel paradoja, no se pronunciaban contra las prácticas criminales de Rafael Leonidas Trujillo, el asesino de miles de dominicanos en nombre del merengue, su dios y la patria lealmente amparado por la Agencia Central de Inteligencia, el mismo organismo que montó en 1941 a Mohammad Reza Pahlevi a su condición de Sha, la misma CIA que ya rastreaba por subversivo a uno de los trompetistas de la orquesta de Tito Puente que amenizaba los bailes del exclusivo Morocco.