TANTOS AÑOS SIN LA LUPE...
Muy acorde con el personaje que envolvía a la persona, recordar incluso la muerte de La Lupe es un tema espinoso, ya que debería hacerse únicamente los años bisiestos. Un admirador diría, ramo de flores en mano y camino del cementerio Saint Raymond del Bronx, donde ahora reside, que solo a Lupe Yolí Raymond se le podía ocurrir la imprecisión de morir un 29 de febrero, esa eventualidad calzada a martillazos en el calendario cuando se dieron cuenta de que los años tenían seis horas de más y había que agruparlas y ponerlas en algún sitio para que no se descuadrase el tinglado. El resultado, por si fuera poco, parece ser una capa más para el mito formado por las huestes frenéticas que, aún sin entenderla completamente, la siguen idolatrando hasta la locura: ella era tan distinta, que hasta tenía que morir un día extraño y en la calle que una década después llevaría su nombre.
Recuerdo vivamente cómo me sentí cuando recibí la noticia de su muerte. No lloré -como sí lloré cuando murió Celia Cruz, 11 años después-, pero fue un mazazo de proporciones considerables. Primero, porque no me lo esperaba -la mujer no llegaba todavía a los 60-; después, porque comprendí con pesadumbre que ya no llegaría a verla actuar en vivo -ni siquiera en esas iglesias donde cantaba a viva voz, o en alguna acera de Nueva York con sus cassettes de cánticos evangélicos que ahora me niego rotundamente a escuchar.
Me di cuenta ese día de que la vida puede ser una charada, una cadena de situaciones absurdas que te llevan a la fama súbita, a llenar cosos como el Madison Square Garden o el Carnegie Hall, a publicar tres discos por año en los años 60 e ir atiborrada de abrigos de piel a las oficinas de Tico Records para reclamar tu chequecito cotidiano de 40 mil dólares por las regalías, y 10 años más tarde ser denostada por la casa disquera dueña de tu contrato -que solo quería tener a una reina de la música, y esa reina era Celia-, sentirte apartada del circuito musical, recibir apenas unos pocos dólares por los derechos de tus grabaciones, ver cómo se te quema la casa que tenías en New Jersey -la misma que perteneció a Rodolfo Valentino-, caerte y quedar confinada por muchos años a una silla de ruedas y vivir hasta la muerte en la práctica indigencia, pasando los días y las noches en un apartamentito del gobierno en el 575 East de la calle 140 del Bronx. Fue morir La Lupey enterarme de la dura vida que le tocó vivir en los años 80. Uno, que se la imaginaba plácida y disfrutando de esa bien merecida fama.
Pero también... ¿cómo no va a ser la vida una charada inmensa si te la tomas con una intensidad mayor a los usos regulares? A La Lupe se le recuerda -y uno cae con frecuencia en esta práctica- por los carajazos que le daba al pianista cuando actuaba en el bar La Red de La Habana... o por los carajazos que le daban sus maridos. O por los zapatos que descalzaba con gesto pueril mientras actuaba en la televisión. O porque aplaudía con las manos en la espalda, o por los gestos que hacía en mitad del canto o los vestidos que iba desmembrando mientras afrontaba el montuno. O por la tela que se ponía para combatir el sudor en mitad de la presentación y que le hacía parecer un caramelo. O por la forma como despilfarró todo el dinero que ganó con su arte.
Era de otro mundo.
La Lupe terminó siendo un show de sí misma. Un espectáculo y una risa por su locura, o por los comentarios fuera de tono cuando la entrevistaban. Incluso Fidel Castro decidió que sus actuaciones no eran acordes con la nueva Cuba que él quería implantar y por eso le dijo, en 1962, que mejor se marchaba de la isla. Se le recuerda y conoce en España porque cierra con Puro Teatro una de las películas de Almodóvar. Pero poca gente sabe que grabó un disco en Madrid en 1971, en cuya portada sale la Plaza de Oriente. Mira tú. Si uno aparta toda esa paja y se queda con lo importante, llega a la conclusión de que fue un genio incomprendido, de que la mejor versión de Fever es la suya -sorry, Madonna y Peggy Lee, pero es así-, de que Celia no podía afrontar un bolero como ella, pero ella sí podía afrontar una guaracha como Celia, de que su registro era tan amplio como sus pretensiones de cantar con alma, de poner a vibrar su voz y su ser cada vez que se lanzaba al escenario. De que entra en esa categoría especial donde solo acceden Billie Holiday, Elis Regina, Judy Garland o Édith Piaf.
Menos mal que en algunos sectores su canto y sus modos llegaron diáfanos y directos. No murió en el olvido porque algunas personas se encargaron de recordarla, además de haber sido escuela para muchos drag queens -almas en pena, como ella, por querer ser diferentes.
Y por eso no hay día que no suene alguna de sus canciones.
Adición de las seis y pico de la tarde (+1 GMT):
Mucho blablá de La Lupe, pero nada que dije cuáles eran mis canciones preferidas.
Aquí les lanzo una pequeña selección, my way of course: Fever (la versión de 1968), Qué te pedí, Te voy a contar mi vida (pa' que después no te quejes), La mala de la película, qué bueno boogaloo (groovy men), Y la virgen lloraba, Oriente (temazo como pocos), Cualquiera, Besito pa' ti (las dos versiones, del 63 y 77, son estupendas), La salve plena (uno de mis favoritos), El pajarillo (y que viva Venezuela, ahí namá!), Once We Loved (se acabó in english means it's over, baby!), Guajiro de Cunaguá, Menú de chivo (no puedo evitar sonreír cuando la escucho), Puro teatro, La tirana, y Carcajada final (a mi parecer, su mejor bolero).
Juan Ignacio Cortiñas
Periodista, pinchadiscos, escribidor y bloguero
Caraqueño
Akángana, Salsa Seria
Colaborador Salsa Global
Amsterdam / Madrid
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